Sola, en la habitación, Mercedes ve pasar las horas a través de una ventana sin vistas. Unas horas extrañas, que parecen trascurrir a su propio ritmo, sin ningún reloj que las guie. Horas que se convierten en noches que mueren en días. Solo las chicas disfrazadas rompen la monotonía, con sus entradas enérgicas, trayendo bandejas, aseándola, dándole las pastillas. Siempre ataviadas con esos extraños plásticos, donde solo queda un borrador de mirada tras ellos. Se oyen palabras, pero no hay sonrisas. En una se esas horas, en un preciso minuto, Mercedes deja de esperar. Ya no sabe a qué espera, no lo recuerda. Entra una muchacha sin plásticos, solo con la cara tapada “Ya está Mercedes, ya puedes salir”. Le tiende la mano. “Vamos, ven a la sala, ya no hace falta que estés en la habitación. La prueba ha salido bien. No tienes coronavirus”. Mercedes la mira sin comprender. Intenta levantarse. Da un par de pasos. Pero parece que las horas en la habitación han sido caprichosas y se han encariñado de los pasos de Mercedes, llevándoselos. Al menos por un tiempo.
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